Aquel cristalino riachuelo
que Plácido (Gabriel de la Concepción Valdés) nombró en 1841 «Bélico», retoma
ahora un ambiente higiénico y natural que lo distinguirá a contrapelo de la
dimensión de antaño. El infausto poeta lo apreció con deleite y observó que en
las orillas existía un mineral de imán, según dijo 17 años después Manuel
Dionisio González en su Memoria Histórica de la Villa de Santa Clara y su
Jurisdicción, un monumental texto de consulta.
Los cambios desde entonces
fueron notorios, incluso los surgidos cuando el denominado malecón de Santa
Clara recreó el paso de vehículos con la apertura de la Carretera Central, la
vía que de este-oeste conectó al país.
Ya no crecen, como en sus
orígenes, los laureles, pero algún que otro ocuje legendario recuerda los
árboles que prosperaron en la periferia inmediata del centro de la ciudad.
Un tiempo después, las aguas
turbias, con derrames líquidos y sólidos de diferentes tipos, convirtieron la
ruta del río en territorio inhospitalario.
Con el paso del tiempo no
importó que lo llamaran de la Sabana del Puente o de las Piedras. Tampoco que
constituyera desde su nacimiento en las estribaciones del Escambray un abierto
escenario placentero para construir en 1887 lavaderos públicos por iniciativa
de Marta Abreu de Estévez, la Benefactora. Todavía cuatro de esas edificaciones
se mantienen en pie, y algunas aguardan con ansiedad una rehabilitación que las
impulse hacia un mayor ámbito social o cultural.
Similar suerte de contaminación
acogió, con menor desidia contra el medio ambiente, el amplio trayecto que
recorre el río del Monte, del Tejar, de Buenviaje o Cubanicay, remanso de agua
que, antes cristalina, hizo peregrinar a muchos por aquellas pocetas de
refrescamientos infantiles.
En las riberas de ambos
ríos, y enfrentados a la pestilencia y las inundaciones, surgieron humildes
poblaciones. En zonas bajas las viviendas, unas más confortables que otras,
soportaron los embates de lluvias y ciclones.
Los moradores hacían malabares para proteger sus pertenencias. Algunas áreas
hasta quedaban incomunicadas, y frondosos árboles desprendieron sus profundas
raíces por incontinentes vientos y crecidas de aguas.
De la noche a la mañana, sin
muchos aspavientos, operarios con camiones, rastras y retroexcavadoras, olvidan
horas de trabajo para eliminar material de desecho. Andan ocupados en el
dragado de una parte esencial del Bélico, en tramos que, según expresan, son
definitorios para apuntalar una cultura medioambiental.
Desde la Carretera Central,
a partir de San Miguel y hasta Martí, en un itinerario de las vías de agua
sinuosa, próximo al kilómetro, se realizan por estos días vitales labores de
saneamiento.
El río Bélico, aquel que
bautizó Plácido en reconocimiento a sus amigos de Villa-Clara, según la edición
de 1841 de El Veguero, adquiere otra imagen. El lecho fluvial se amplía y el
panorama contra desbordamientos
disminuirá. Faltará entonces reforestar suelos aledaños, y dar otros
encantos naturales al lugar.
En muchos años, recuerdan
vecinos, nunca se emprendió una acción de tal magnitud, penetrando con
profundidad en el manto turbio y menguado caudal del río, un sitio de
historias.
Las acciones, costosas por
el gasto de combustible y hasta paralización del tránsito de vehículos, son
vitales para preservar la calidad del medioambiente y la salud de todos. Tal
vez para frenar a transgresores que después desparramarán desprecios sólidos,
habrá que volver la mirada a aquella sanción pecuniaria que desde 1726 se
dispuso en la Villa con el ánimo de contener a quienes corrompían los ríos sin
importar posibles epidemias.
Alguna medida sancionadora
se tomará para que los ríos, de un modo u otro, vuelvan al abrigo de lo
placentero en la estabilidad social de
todos.
Tomado Periódico Vanguardia
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