La tarde se escurre entre algarrobos y naranjos, su traje
agridulce serpentea por el río. María desciende entre la maleza, hasta las
márgenes, en busca de agua para el dueño de la Finca. Entre los algarrobos y
los mangos aparece, apenas en su edad fecunda, habitada de esencias
antiquísimas. Ella es la hija del patrón.
Sumerge su tinaja en el río. No se ha perdido ni un
detalle el montero que diariamente lleva sus reses allí, a ese torrente
escondido en la espesura que la familia llama “El Monte”. Realmente no es suyo
el lote, sino de un importante ganadero que, como otros, instaló su heredad en
esta parte central de Cuba.
El montero sabe que María es la perla del Patrón, que su
hermano la cela hasta de las aguas claras si le roban su reflejo. Aun así deja
el ganado a su suerte y se mira en aquellos ojos color de musgo. Aun así ella
le sostiene la mirada. Como otras tardes se besan, y se domeñan en su amor.
Pero un vaquero no deja de ser vaquero ni en los brazos
de su doncella. Presiente la piedra espía, el crepitar de las hojas, la sombra
densa a sus espaldas… Se vuelve para enfrentarla pero una hoja de metal pica el
aire vertiginosamente. Protege a María con su cuerpo, ella ofrece resistencia,
refulgen los últimos rayos en el arma blanca y… se hunde en el cuello de su
víctima:
—¿María? ¡María! Maríaaaaaaaaaaaaa.
No tiene nombre en tanto que nadie lo recordará, es solo
el hijo menor. Cae de rodillas ante el bulto desgargantado que es ahora su
hermana. Aquel montero desconocido le robó los elogios de su padre, el respeto
de los peones, la soltura en el alma y el cariño de María. Llora sobre el
llanto de “El Monte” su desgracia.
Un montero es más sigiloso que la brisa. Sortea el lote,
le toma el pulso a la floresta y actúa inesperadamente. Al pie de María cae su
hermano. Con un tajo certero, sobre la sien.
Para la hermosa, su amante impone una tumba, la cubre con
las hojas de los mangos, los naranjos y los algarrobos. Sobre el montículo
algunas campanillas, vicarias, ramas de helechos y otras de galán de noche. Con
dos troncos jóvenes improvisa una cruz de madera y la hunde a la partida de su
amor.
Así queda señalizado el lugar de sus encuentros, el amor
clandestino, la primera leyenda romántica de la Villa. A su pie el dueño de La
Finca se llevará la mano al pecho. Pero eso sucederá a la mañana siguiente
cuando encuentre el cadáver de sus pupilos.
Cuando familias de la cercana San Juan de los Remedios
lleguen a Santa Clara, en busca de asentar su futuro, preguntarán por el
montículo de hojas y la cruz de madera. Fundarán las primeras calles, crecerá
la Villa, Santa Clara y sus gentes. Se erigirá sobre el río de la calle Santa
Elena un puente.
Pero, como sus antecesores, mantendrán a orillas de “El Monte”
ese ritual por unos años más. Quizás en espera de que pase por allí un español
llamado Don Martín Campis Olivar y sustituya la Cruz de madera de los amantes
por una insignia de mármol mandada a hacer en Barcelona.
Para el año 1870 María de la Cruz ya cubrirá sus cabellos
de flores, que podrán ser o no galanes de noche y florecerá junto a otras
doncellas, en el mayo primaveral de su río “El Monte”.
Veladas de nueve días, en nueve cuadras a partir del
Puente de la Cruz, inmortalizarán durante varias décadas esta leyenda de amor,
una entre tantas de las recontadas aún en el centro de la Isla. Por siempre, su
monumento será esta cruz que pasará de la madera al mármol y quedará a la
posteridad fuerte granito.
(La
calle Santa Elena se nombra actualmente Independencia)
Por
Dorisbel Guillen (Tomado de Cubahora)
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