
El cómo transcurre es asunto nuestro, que cedemos pasivos
a su marcha, o nos enrolamos intensos en su recorrido infinito de soles y de
lunas, de lunas y de soles.
La gente, igual. Nadie es eterno. Y si perdura, ha de ser
en la memoria, que reconoce en ella la semilla, lo virtuoso del ejemplo, lo
intransigente y heroico del tránsito.
Porque eso bueno tiene el tiempo, que permite a los demás
construirse niditos de recuerdos, cobijos de remembranzas. Cada cual a su
manera, a su necesidad. ¿Y si no fuera así? ¡Ah! «Qué cosa fuera, que cosa
fuera la maza sin cantera».
A pesar de todos los tipos de relojes el tiempo no
adquiere figura por sí mismo, y se disfraza: de lluvia, de viento, de sequía,
de flores, de frutos, olores, colores y sabores. Y usted escoge. O lo escogen
si no se hace fuerte, resistente, y mantiene una cuota de honor y de
locura.
Entonces viene aquello de los nombres con los que ponemos
camisón al tiempo, y una comienza a ordenar del mismo modo el suyo: agosto,
vacaciones; diciembre, navidades; sábado, limpieza; domingo, pan, vino o
carruseles. Depende.
El tiempo rutinario nos sojuzga en un año de cifras y
monedas, de vestido y calzado, de médico y farmacia, de escuela y de oficina,
de obligados deberes laborales y asuntos notariales de pasada, de historias ya
contadas, mal contadas algunas veces.
¡Ah!, pero existe el tiempo que redime, que salva, que
enmienda, que tonifica y cura. «Si no creyera en el delirio, si no creyera en
la esperanza…» ¡Ah!, el tiempo. ¿Qué cosa fuera si no cabeza blanca y blanca
luna, y no piel tersa y primavera, y nada más que un primer día de plaza,
carteles y banderas.
(Por Mercedes Rodríguez García, tomado de Vanguardia)
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