A Martí hay que leerlo, y mucho, pero, por
sobre todas las cosas, tenemos que pensarlo y sentirlo profundamente
como tenemos que aprender a vivir y obrar martianamente, hoy más que
nunca.
Días hay en que corazón y razón se juntan, para convertir en necesidad el deseo de mirar atrás y reencontrarnos con un pasado sin el cual nada somos ni seremos. Días para pensar a José Martí, que es -quién lo duda- como pensar a Cuba. El 19 de mayo es uno.
Qué hubiese pasado y qué no, de no suceder lo que hace 122 años en Dos Ríos, a prima hora de la tarde de aquella aciaga jornada, es algo que siempre nos preguntaremos, pero prefiero creer que con Martí vivo -y con Maceo-, Cuba habría nacido a la vida republicana de una manera muy distinta, y otra sería nuestra historia.
Como sea, lo cierto es que resucitarlo y, más aún, preservarlo vivo entre nosotros, ha sido un acto de fe y permanente ejercicio de identidad, independencia y soberanía, y ahora mismo, a más de un siglo de distancia, lo siento, no ya enraizado en el imaginario, sino impreso en el ADN colectivo, como un eterno misterio y a la vez una revelación, casi una epifanía.
Hablo de nuestro Martí, el de todos y ese otro íntimo, personal e intransferible, ora real y tangible, ora ideal, casi sobrehumano, que cada quien lleva consigo, muy dentro, muchos cual talismán, otros sin darse por enterados y ni siquiera saberlo.
Asomados a las páginas de “La Edad de Oro” lo descubrimos de niños, y ya nunca se irá de nuestras vidas. A ese amigo acudimos en las buenas y las malas, porque José Julián es remanso y es brío, fuerza para afrontar desafíos y rigores, brújula en una encrucijada, refugio en la tempestad, confidente de alegrías y anhelos, consuelo para las penas, oráculo y sortilegio.
A Martí hay que leerlo, y mucho, pero, por sobre todas las cosas, tenemos que pensarlo y sentirlo profundamente como tenemos que aprender a vivir y obrar martianamente, hoy más que nunca.
Verdad que son otros tiempos, pero el egoísmo, la vanidad, la codicia y tantas miserias siguen siendo los peores enemigos de la raza humana. Como entonces, se trata de elegir entre la bestia y el ángel, yugo y estrella, Goliat o David, la América de Monroe o la de Bolívar, el caos y la destrucción, o la razón y el equilibrio del mundo.
En las ideas y actuar consecuente de ese hombre transido de amor, que pudiendo tener, prefirió ser y echó su suerte con los pobres de la Tierra, están las claves y esencias, como lo están en su perenne apuesta por la virtud y en la pasión inmensa, infinita, por Cuba.
Profesionalmente, Martí constituye para mí una fuente invaluable de inspiración e infalible de consulta. En lo personal, cada vez que algo me inquieta o aflige, a él acudo con fe absoluta, e igual que los cristianos a la Biblia, suelo abrir a ciegas cualquier tomo de las Obras Completas, escudriñar la página que el azar eligió para mí y, ¡albricias!, encontrar casi siempre la respuesta que busco.
Es lo que me acaba de pasar y comparto con ustedes la lectura del fragmento final del artículo ¿A los Estados Unidos?, que de tan actual parece escrito hoy y no en julio de 1888, por alguien que vivió en el monstruo, y no tomó lo pintoresco y atractivo por esencial, sino que hurgó en sus entrañas, y nos advierte desde la inmensidad de los tiempos, mojada la pluma en la sangre de la verdad:
“...la juventud impresionable, mucha parte de la cual, por la falsa golosina de este país que le pintan de miel y oro, trueca insensata la única vida útil, que es la que trata de cumplir el deber de hombre en el país natal, por la mezquina y secundaria empresa de procurarse en tierra extraña una fortuna pecuniaria que casi nunca llega a más de lo estrictamente necesario para el sustento. El hombre joven se debe a su patria”.
Cualquier comentario sobra. Una vez más, ¡gracias, Maestro!
(Tomado de ACN)
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